martes, 15 de abril de 2014

12ª Estación. JESÚS MUERE EN LA CRUZ


Vuelve ya a tu casa,
Pródigo el de las manos vacías. 

¿A dónde vino a parar
toda tu gloria: divina,
oh mi Dios, encarcelado
en una cárcel de arcilla? 

Tú que colmas los abismos
con tu presencia infinita
cabes entre cuatro clavos
y una corona de espinas. 

Dejaste el seno del Padre
por el seno de María;
del cielo huiste trayendo
toda tu herencia divina:
la diste a los pecadores
y a las mujeres perdidas. 

El mosto de las granadas,
coronó tus sienes limpias
con su locura de fuego
bajo la huerta sombría
y así saliste, embriagado,
por la clara mañanita,
a derrochar tus tesoros
con amor y sin medida. 

Tus manos fueron sembrando
su lluvia de rosas finas
en el surco azul del aire
sobre las tierras baldías... 

Ya estás ahí, manirroto,
en cruz sobre la colina;
¿qué te queda ya por dar de
tus riquezas divinas? 

Por tener las manos rotas
se te quedaron vacías. 

Junto a tu Padre,
en la luz inaccesible vivías;
hoy estás entre tinieblas
como una estrella caída. 

En tu palacio,
un enjambre de arcángeles te servía;
hoy estás entre mujeres
que lloran y hombres que gritan. 

Antes eras el Ungido
con bálsamo de alegría;
hoy navegas en un mar
de tristeza sin orillas. 

Dijiste que entre los hombres
vivir era una delicia;
y no hay dolor comparable
a tu tremenda agonía... 

¡Pródigo de manos rotas ...
y eres la Sabiduría! 

Oh Cisne de Dios
que cantas a la muerte presentida:
ya van tus siete palabras
cantando en la lejanía... 

¿qué esperas para que salga,
de tu corazón, la vida? 

¡Vuelve ya a tu casa,
Pródigo el de las manos heridas! 

En su palacio tu Padre,
el Gran Anciano de días,
escrutando los senderos
con sus eternas pupilas,
espera ya tu retorno
por las sendas florecidas. 

Las lámparas del Paráclito
orladas de siempre vivas
para iluminar tus pasos
también están encendidas.... 

Pero, ya sé lo que esperas
para que vuelva tu vida,
por el túnel de la muerte,
a las mansiones divinas:
buscas a quien regalar
tus clavos y tus heridas;
y buscas otra cabeza
para poner tus espinas. 

¡Dámelas a mí, Señor,
ansiosos, por recibirlas,
esperan mis pies,
mis manos y mis sienes doloridas! 
ante tu suprema dádiva
está mi fe de rodillas. 

Yo subiré sobre el monte
al quedar tu cruz vacía,
y dormiré mis ensueños
sobre tu lecho de mirra. 

Ahí dejaré que irrumpan
mis cataratas dormidas,
por completar en mi cuerpo
tu pasión interrumpida. 

Pero ya vuelve, Dios mío,
a las mansiones divinas. 

Vuelve a encender
en los labios de tu Padre, la sonrisa.
Ve a desatar las hogueras,
del Paráclito, cautivas. 

Ve a devolver a los cielos
su inextinguible alegría:
¡si todo está consumado,
si ya tienes otra víctima!

Romancero de la vía dolorosa

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